Los colaboracionistas. Un obituario del proyecto de independencia africano

No puede entenderse la crisis del estado neocolonial sin comprender primero cómo funciona la clase que lo heredó y que se nutre de él.

Ilustración sobre la esclavitud. Imagen: Theelephant.info.
Ilustración sobre la esclavitud. Imagen: Theelephant.info.

La independencia, así como el estado en el que se basa, ya ni siquiera puede fingir que es capaz de cumplir de manera eficaz con las aspiraciones que provocaron los movimientos anticolonialistas que le dieron origen. Ese proceso ya ha terminado. La “independencia” se ha quedado obsoleta.

Si queremos entender esto adecuadamente, no debemos centrarnos en el crecimiento y en el final inevitable del proyecto de independencia, sino que también debemos examinar la naturaleza de la clase social que lo dirigió, la que más se ha beneficiado y la que, durante el proceso, acabó con el proyecto. Cualquier sospecha de que esto sea una exageración se desvanecerá en cuanto revisemos algunos de los “grandes éxitos” que este grupo ha lanzado durante el último medio siglo.

Este es el cuento de un expresidente de un país en África Oriental que importó una gran cantidad de generadores diésel pesados; luego ordenó a su ministro de Industria que agotara la energía de todas las centrales hidroeléctricas para originar una escasez de suministro eléctrico y provocar, de esta manera, una demanda a nivel nacional de la mercancía importada.

En 2011, tuvo lugar la historia del helicóptero militar de Uganda que se utilizó para matar al menos 22 elefantes y transportar los colmillos a la República Democrática del Congo.

O quizá podemos hablar del asesinato de Gregoire Kayibanda, el primer presidente de Ruanda, a quien, después de su destitución, se le encerró junto con su mujer en una casa hasta que murieron de hambre. El responsable fue su sucesor, Juvénal Habyarimana (cuyo asesinato en aquel avión condenado fue el detonante de un genocidio), a pesar de que ambos eran defensores de la ideología xenófoba del Hutu Power.

Por no hablar del presidente Mobutu Sese Seko. Y el presidente Jean-Bedel Bokassa. Todos sabemos lo que hicieron.

No puede entenderse la crisis de la neocolonia sin entender primero cómo funciona la clase que se nutre de ella. ¿De dónde han salido estas personas y cómo se las apañan para seguir adelante sin más?

Cualquier propuesta, por muy absurda que sea, se considera “normal” siempre que haya suficiente gente que se beneficie de ella y que tenga el poder necesario para llevarla a cabo. Nosotros, por lo tanto, empezaremos por la industria que engendró el mundo moderno: el comercio transatlántico de africanos destinados a la esclavitud.

El comercio transatlántico de esclavos no fue asunto baladí; se practicó durante alrededor de tres siglos y medio y originó una trayectoria histórica particular. El establecimiento de este comercio tan permanente convirtió la esclavitud doméstica en un negocio internacional y creó una clase económica intermediaria africana que se caracterizaba por su mentalidad mercenaria.

Esta clase intermediaria se dividió en tres amplios grupos. El primero lo constituían aquellos que se autoproclamaron agentes del país encargados de satisfacer las necesidades comerciales extranjeras; fueron ellos quienes permitieron el armamento y la transformación de la esclavitud doméstica. Algunos eran potentados nativos honrados que vieron esto como una oportunidad para enriquecerse y deshacerse de sus enemigos. Pero, en general, solo querían enriquecerse. En 1700, el reino de Ouidah, actual Benín, exportaba casi mil esclavos al mes. A partir de 1704, cuando el rey Haffon ascendió al trono, el reino se convirtió en un bastión para los comerciantes europeos de esclavos, a quienes Haffon protegía.

Otro grupo de intermediario africano era el empresario procedente de la comunidad; algunos ya habían sido comerciantes con anterioridad, mientras que otros eran meros oportunistas. A esta clase de africanos, como el infame Kabes (“John”, para los compradores blancos de esclavos en la Costa Dorada), se los consideraba los líderes. El historiador James Pope-Hennessy se refirió a ellos como “la desgracia de los comerciantes europeos”.

El tercer grupo estaba constituido básicamente por guerreros que se hacían pasar por reyes nativos o líderes con el fin de aparentar que tenían autoridad para capturar o vender otros esclavos africanos. Huelga decir que a muchas de estas personas se las identificaba como mulatos, descendientes de vendedores blancos de esclavos y mujeres africanas que vivían en la costa.

“Algunos de los comerciantes de sangre africana más eficientes eran mulatos y, como el ostentoso Edward Barter de Cape Coast, sabían leer y escribir y puede que (para inspirar más confianza aún) incluso profesaran la fe cristiana. A finales del s. XVII, se decía que Barter (de apellido muy apropiado dado que en inglés significa “negociar”) ejercía más poder en Cape Coast “que los tres agentes ingleses juntos, ya que, debido al poco tiempo que llevaban allí, aún no sabían lo que pasaba en la costa y se dejaron guiar por Barter, que sabía muy bien cómo aprovecharse de ellos. Barter, que se había casado legalmente en Inglaterra, tenía otras ocho esposas y un buen número de amantes en la costa. Podía formar un ejército privado bastante respetable con sus propios esclavos y sus adeptos libres. Nadie, mientras Barter viviera, podía negociar con los ingleses en Cape Coast sin su ayuda […]”.

Tras el cercamiento colonial, surgió una versión nueva y menos idiosincrásica de esta misma idea; como resultado del sistema de escuelas misioneras (aún existente), cuyo objetivo era adoctrinar a los alumnos para que se alistaran a las fuerzas armadas, se crearon ejércitos mucho más numerosos que tomaron las riendas de la independencia como parte de la “retaguardia”.

Después de que el proyecto de independencia fracasara, esta “retaguardia” marcó el comienzo del neoliberalismo, que también colapsó en 2008. Ahora, aferrándose tristemente al poder estatal, buscan una nueva actuación. Que entre China.

Podemos ver mucho de nosotros en las actividades derivadas del comercio de esclavos africanos. Los niveles de locura que alcanzó esta clase bajo el amparo e impulsada por los poderes mundiales de la época acabaron creando el modelo de África que tenemos hoy:

Lo que movía tanto a los comerciantes africanos como a los europeos era lo mismo: avaricia comercial. Esta avaricia desenfrenada creó en todos los niveles un sistema oculto de sobornos con tantas capas como una alcachofa y mucho más complicado de pelar. Los trabajadores de menor rango de las compañías en Europa engañaron con gran astucia a sus superiores inmediatos para vender mercancía humana a “comerciantes independientes” o a barcos ajenos. Los comerciantes africanos engañaron a sus propios reyes y maestros, exigieron sobornos y parte de los beneficios y subieron de manera obstinada los precios de los esclavos que ya se habían fijado en las conversaciones entre los capitanes de barcos y los reyes nativos. Tanto los generales europeos en sus castillos como los reyes africanos en el patio de sus palacios bañados por la luz del sol hacían lo posible por eludir estas actividades deshonestas. Emitían decretos y órdenes para advertir a sus subordinados de que los engaños tenían que parar. Pero, ¿pararon?”.

Sustituyan la palabra “esclavo” por “minerales” o “ayuda monetaria”, y los términos “castillo” y “patio de sus palacios” por “inversor extranjero” y “casa de Gobierno”, respectivamente, y básicamente se verían transportados a cualquier capital africana hoy.

Bienvenidos.

Lo que quizá sea diferente es la suerte de sus descendientes en las generaciones siguientes.

Europa recibió financiación y se construyó a partir de ella. La ciudad portuaria de Liverpool, hogar del club de fútbol inglés con cientos de admiradores africanos hoy, es un ejemplo clásico.

A Circumstantial Account of the True Causes of the African Slave Trade, by an Eye Witness, 1797, [Un informe detallado sobre las verdaderas razones del comercio de esclavos africanos, por un testigo, 1797] es un documento con algunos apartados que merece la pena comentar:

Se obtenían unas ganancias del 30 % con la venta de cada esclavo en las colonias, un porcentaje bastante elevado puesto que el precio en la costa no era alto y raramente variaba, el coste de las provisiones requeridas para la travesía del Atlántico se estimaba en unos diez chelines por cabeza y el transporte de los esclavos, en unas 3,5 libras. De esta manera, de 1783 a 1793, la ganancia neta para la ciudad de Liverpool con la venta de un total de 303 737 esclavos ascendió a casi tres millones de libras al año”. Una libra en aquella época equivaldría a unas 137 libras hoy.

El informe señala que “los beneficios se difundieron por toda la ciudad” y describe el impacto que causaron en la población: “La fortuna de los oportunistas aumentó y contribuyeron también a las ganancias de la mayoría de los habitantes; casi todos los hombres en Liverpool eran mercantes y el que no enviaba balas, enviaba cajas con sombreros […]”.

En su libro, The Sins of the Fathers [Los pecados de los antepasados], el historiador Pope-Hennessy, a quien he citado con bastante frecuencia en este artículo, explica lo siguiente:

“En Liverpool había en aquellos tiempos diez casas de mercantes de prestigio que participaban en el comercio de esclavos y en 349 asuntos de menor importancia. También algunos consorcios menores organizados por hombres de todas las profesiones equipaban embarcaciones que se dirigían a cientos de destinos. Abogados, merceros, cordeleros, tenderos, candeleros, barberos o sastres pudieron beneficiarse del negocio de la venta de esclavos; algunos invertían una octava parte de sus ahorros y otros, una trigésima parte. A estos inversores de escasos recursos se les llamaba “minoristas de dientes de negros”. La construcción de barcos aumentó considerablemente debido al comercio de esclavos, así como muchas otras industrias secundarias relacionadas con lo naval. Los escaparates de las tiendas estaban llenos de cadenas brillantes y grilletes, aplastapulgares, collares con largas puntas salientes, artefactos para abrir la boca de los negros cuando se negasen a comer y muchos otros instrumentos de tortura y opresión. La gente solía decir que “muchas de las calles principales de Liverpool tenían marcas de cadenas y las paredes de las casas se habían cimentado con la sangre de los esclavos africanos”. En la aduana había tallas de cabezas de negros […]”.

En lo que respecta a los comerciantes africanos, desaparecieron, y más tarde sus descendientes pasaron a formar parte de la masa colonizada, por lo que apenas dejaron ningún legado material de la importancia que tuvo Liverpool, ni tampoco aprendieron nada de su experiencia. La escritora nigeriana Adeoabi Nuwabani ilustró bien esta situación en The New Yorker. En un revelador artículo publicado el 15 de julio, “My great-grandfather the Nigerian save trader” [Mi bisabuelo, el comerciante de esclavos nigeriano], explica cómo su familia lleva tiempo intentando reconciliarse con su legado por medio de sesiones de oración cristiana que organizan con familiares dispersados por todo el mundo. Es un intento de lidiar con un historial de posibles desgracias familiares que parece afectarles profundamente.

Según la autora, “desde hace diez años, siento un malestar creciente. Los intelectuales africanos suelen culpar a Occidente por el comercio de esclavos, pero yo sabía que los comerciantes blancos no podrían haber cargado sus barcos sin la ayuda de africanos como mi bisabuelo. Cuando leo que se quiere indemnizar a los descendientes de esclavos estadounidenses, me pregunto si alguien acabará pidiendo que mi familia también contribuya. Otros miembros de mi generación sienten lo mismo. Mi primo Chidi, que creció en Inglaterra, tenía doce años cuando fue a Nigeria y le preguntó a nuestro tío por el significado de nuestro apellido. La historia de nuestra familia lo dejó conmocionado y no ha querido compartirla con sus amigos británicos. Mi prima Chioma, médica en Lagos, me explicó que lo pasa mal viendo películas sobre la esclavitud. ‘Lloro y lloro y le pido a Dios que perdone a nuestros antepasados’”.

No obstante, esas ceremonias cristianas parecían más bien egocéntricas y sin ninguna intención de llegar a los descendientes de los esclavos africanos occidentales, entre los que hay muchos cuyos familiares ahora forman parte de la diáspora occidental. Si la reacción de una descendiente de antiguos comerciantes de esclavos ante su historia es llorar y llorar (y luego rezar), ¿cómo narices tendría que reaccionar un descendiente de los que realmente fueron vendidos?

África fue abandonada con el embrión de una clase socioeconómica ágil y hábil marcada por una cultura de cinismo, corrupción, oportunismo y muchísima estupidez. Esta clase acabaría produciéndose en masa gracias al sistema de las escuelas misioneras y daría lugar a una preeminencia política en toda el África Negra.

Se puede observar en su falta de originalidad: siguen yendo en pos de las mismas baratijas caras y falsas relaciones que persiguieron los traficantes de esclavos africanos. Entre 1790 y 1791, antes de una sesión del parlamento británico que versaba sobre el comercio de esclavos, un tal Richard Storey, teniente de la Marina, comentó la “calidad claramente defectuosa” de las pistolas entregadas a los africanos a cambio de los esclavos. “He visto muchas que tuvieron que ser desechadas porque tenían el cañón reventado”, reveló. “Y he visto a muchos de los nativos sin dedos porque al parecer se les volaron cuando las pistolas estallaron”.

Aprovechando la oportunidad, algunos comerciantes ricos mandaban a sus hijos de viaje o a estudiar en Europa. Y muchas mujeres de alto rango se casaban con “agentes”, los representantes blancos de las compañías de esclavos que se asentaban en las costas africanas para comprar y almacenar africanos con los que llenar los próximos barcos.

Debido a la corrupción, la experiencia de esclavizar manchó muchas reputaciones, sin dejar lugar siquiera a la sensatez:

“Una vez, un barco echó anclas lejos de tierra… se acercó en una canoa un africano que se autodenominaba ‘Ben Johnson, el Gran Comerciante’. El señor Johnson traía una niña a la que había secuestrado para venderla. Una vez le hubieron pagado, se marchó en la canoa, pero, unos diez minutos después, una segunda canoa se acercó al barco; en ella viajaban dos nativos que se apresuraron a subir a bordo para preguntarle al capitán si acababa de comprar una niña. El capitán Saltcraig les mostró a la pequeña y se marcharon rápidamente del barco para volver media hora después con Ben Johnson atado en la canoa. Lo subieron a bordo gritando ‘¡ladrón, ladrón! y ofrecieron al secuestrador a cambio de la niña. ‘¿Qué, capitán? ¿Me va a comprar a mí, el Gran Comerciante Ben Johnson de Wappoa?’, gritó el incrédulo prisionero; pero el capitán Saltcraig mostró un olfato para los negocios propio de Liverpool, así como un sentido de la justicia algo poético. Declaró que ‘si querían venderlo, lo compraría sin ningún problema’, ordenó al contramaestre que trajese los grilletes y encadenó al señor Johnson de Wappoa a otro negro que quizás él mismo había vendido al capitán Saltcraig”.

Así que los comerciantes eran perfectamente conscientes de que lo que estaban haciendo era malo. Hoy, la situación es la misma. Nuestros gobernantes son perfectamente conscientes del daño que sus acciones están provocando, pero no les importa siempre y cuando no les afecte a ellos o a sus hijos. O eso esperan.

Tomemos, por consiguiente, el famoso caso de los dos hermanos del rey de Calabar, actual Nigeria, que en 1767 fueron capturados y vendidos como esclavos tras un breve conflicto interno. Vendidos en las Indias Occidentales, escaparon a otra plantación en Virginia, EE. UU., y, tras tres años allí, se las arreglaron para subirse a un barco con rumbo al puerto de Bristol, al sur del Reino Unido. Un comerciante británico que conocía al rey de Calabar se las apañó para sacarlos del barco, encima por orden judicial, y los mandó de vuelta a su hermano en uno de sus propios barcos.

En lo que respecta al cinismo, lo encontramos en la historia de un tal John Newton, más tarde, reverendo y destacado abolicionista, autor de Thoughts on the African Slave Trade [Reflexiones sobre el comercio de esclavos en África] y compositor del himno Amazing Grace. Era un inglés blanco que, antes de convertirse en un destacado traficante de esclavos, había trabajado en 1746 como aprendiz para un comerciante inglés ya establecido llamado Amos Clow. Instalado en una plantación de limas junto a otros esclavistas blancos en las Banana Islands, en la costa occidental africana, Clow estaba casado con una africana cuyo nombre Newton solo podía pronunciar como “P.I.”. (En realidad Pey Ey, “hija de un poderoso jefe”).

Newton acabó sufriendo una increíble y para nada provocada persecución por parte de la señora Clow. Demasiado enfermo para acompañar a su jefe en una expedición fuera de la isla, Newton quedó en sus manos, a raíz de lo cual,

“tuvo que dormir sobre un baúl de madera, con un tronco como almohada. Ni siquiera le era fácil conseguir un vaso de agua y, cuando le volvía el apetito, apenas le daban nada de comer. En ocasiones, cuando ‘estaba de buen humor’, P.I. mandaba los restos de su comida a Newton, que él recibía con ‘agradecimiento y entusiasmo, como haría cualquier mendigo’. Una vez, se le ordenó que recibiera las sobras de manos de la propia Clow, pero estaba tan débil que tiró el plato, provocando la risa de la mujer, que se negó a darle nada más, a pesar de que su mesa estaba repleta de comida. Cuando estaba demasiado débil como para mantenerse en pie, P.I. se burlaba de él junto con sus siervos y le ordenaba andar. Ordenaba a sus esclavos que imitaran su cojera, aplaudieran, rieran y le arrojaran limas e incluso piedras. Cuando ella no estaba, los esclavos se apiadaban de él y le llevaban comida de su propia y frugal dieta. Cuando el señor Clow volvió a la isla, Newton se lo contó, pero este no le creyó”.

Tres siglos de estas inclinaciones violentas y otro de un cercamiento colonial directo dejaron una África aturdida, confusa y dominada por una clase social con una mentalidad completamente perversa. Y quizá es lo que seguimos siendo. Steve Biko nos lo advirtió en su día: “La mejor arma en manos del opresor es la mente del oprimido”.

Con nuestros nuevos “jefes”, en palabras de sus antepasados, con los generadores diésel, que se usan para jugar con la vida y el sustento de la población, con el saqueo cínico de regiones enteras de la RDC, con el derramamiento de sangre en Sudán del Sur… es fácil comprobar que aún queda mucha perversión. Son los descendientes intelectuales directos del rey Haffon, de Ben Johnson, de Edward Barter y de otros muchos cuyos nombres han acabado desapareciendo.

Y cada una de nuestras absurdas y ridículas primeras damas es, sin duda alguna, la médium del alma de “P.I.”, la descabellada señora Clow.

En cuando a la estupidez, ofrezco mi propia experiencia. En 2011, no llegué a publicar la que probablemente fuese la historia más importante sobre la caza furtiva de elefantes en nuestra región. Escondidos tras una serie de falsas razones para jugar sobre seguro, los directivos de Nation Media Group evitaron que la noticia viese la luz.

¿Por qué lo consentimos? Porque han monopolizado el conocimiento formal, las instituciones estatales, las habilidades técnicas, la violencia y los vínculos útiles con el mundo exterior. Somos sus rehenes.

Es aquello de lo que Frantz Fanon nos advirtió en su ensayo The Pitfalls of National Consciousness [Las trampas de la conciencia nacional]. Es lo que también preocupaba a la mayor autoridad del Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), Chris Hani, durante el período previo al apartheid. Lo que no nos dijeron (o quizá no pudieron decirnos) es cómo terminaría todo esto.

Bueno, ahora ya lo sabemos.

Lo estamos viviendo.

 

Fuente: Serumaga, K. (22 de noviembre de 2018). 
"The collaborators: An obituary of the African Independence 
Project", en Theelephant.info. 

Traducido por Mar Sánchez y María Valdunciel 
(Universidad de Salamanca) para Umoya.

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