El papel secreto de Estados Unidos en el genocidio de Ruanda

La espiral de violencia que impactó al mundo en 1994 no vino de la nada. Mientras la CIA miraba impasible, sus aliados en el gobierno ugandés ayudaron a extender el terror y fomentar el odio étnico.

Entre abril y julio de 1994, cientos de miles de ruandeses fueron asesinados en el genocidio más rápido jamás registrado. Los asesinos utilizaron herramientas sencillas (machetes, mazos y otros objetos contundentes) o aglutinaron a la gente en edificios y les prendieron fuego con queroseno. Una gran parte de las víctimas pertenecían a la minoría étnica tutsi; una gran parte de los asesinos, a la mayoría hutu.

El genocidio de Ruanda se comparó con el holocausto nazi por su brutalidad surrealista. No obstante, hay una diferencia fundamental entre estas dos atrocidades. Ningún ejército judío suponía una amenaza para Alemania. Hitler atacó a los judíos y a otros grupos débiles simplemente por sus propias creencias dementes y sus prejuicios. Los genocidas  ruandeses hutu, que era como se conocía a los responsables del genocidio, actuaban motivados por unas creencias y unos prejuicios irracionales, pero el barril de pólvora contenía otro ingrediente importante: el terror. Tres años y medio antes del genocidio, un ejército rebelde compuesto principalmente por ruandeses tutsi exiliados conocidos como el Frente Patriótico Ruandés (FPR) invadieron Ruanda y establecieron campamentos en las montañas del norte. Habían sido armados y entrenados por la vecina Uganda, que siguió proveyéndoles durante toda la guerra civil, aunque supusiese una violación de la carta de Naciones Unidas, de las reglas de la Organización para la Unidad Africana (OUA), de varios acuerdos de paz, de los alto al fuego ruandeses y de las repetidas promesas del presidente ugandés, Yoweri Museveni.

Durante todo este tiempo, los oficiales de la embajada estadounidense en Kampala sabían que las armas estaban atravesando la frontera, y la CIA sabía que la fuerza militar de los rebeldes iba aumentando, lo que incrementaba las tensiones étnicas en Ruanda hasta tal punto que cientos de miles de ruandeses podrían morir por la extendida violencia étnica. Sin embargo, Washington no solo pasaba por alto la asistencia de Uganda a los rebeldes ruandeses, sino que también reforzaba la ayuda militar y de desarrollo a Museveni y lo ensalzaba como pacificador cuando el genocidio ya había empezado.

El odio que los genocidas hutu desprendieron representa lo peor de lo que los seres humanos son capaces, pero si tenemos en cuenta lo que dio pie a este desastre, es importante que consideremos que la violencia no apareció de un día para otro. Emergió de un siglo o más de injusticias y brutalidad por ambas partes, y aunque los genocidas contraatacaron a los inocentes, fueron provocados por rebeldes fuertemente armados gracias a los suministros de Uganda, bajo la atenta mirada de Estados Unidos.

El ejércto rebelde del FPR representaba a refugiados tutsi que habían huido de su país a principios de los 60. Durante unos siglos antes, habían formado una minoría de élite en Ruanda. En un sistema que continuó bajo el colonialismo belga, trataron a los campesinos hutu como siervos, obligándoles a trabajar la tierra y a veces también azotándoles como si fuesen burros. La ira de los hutu fue cociéndose a fuego lento hasta un poco antes de la independencia en 1962, cuando explotó en matanzas brutales contra los tutsi, cientos de miles de los cuales huyeron a los países vecinos.

En Uganda fue creciendo una nueva generación de refugiados tutsis, que pronto acabaron implicados en las políticas letales de su país de adopción. Algunos formaron alianzas con los tutsi ugandeses que mantenían una relación cercana con los Hima (la tribu de Museveni), muchos de los cuales eran defensores de la oposición y, por tanto, el presidente de aquel momento Milton Obote, que gobernó Uganda en los 60 y a principios de los 80, los veía como enemigos.

Después de que Idi Amin derrocó a Obote en 1971, muchos tutsi ruandeses se fueron de los campos de refugiados de las fronteras. Algunos atendían el ganado de ugandeses adinerados; otros adquirieron propiedades y se dedicaron a la agricultura; otros se casaron con familias ugandesas; y unos pocos se unieron a la Oficina de Investigación del Estado (SRB, por sus siglas en inglés), el temido aparato de seguridad de Amin, que propagaba el terror entre los ugandeses. Cuando Obote volvió al poder en los 80, despojó a los tutsi ruandeses de sus derechos civiles y les ordenó que fuesen a los campos de refugiados o atravesasen las fronteras para volver a Ruanda, donde el gobierno dominado por los hutu no les acogería. Los que se negaron a marcharse, fueron atacados, violados y asesinados, y sus casas fueron destruidas.

Como respuesta a los abusos de Obote, cada vez más refugiados ruandeses se unieron al Ejército de Resistencia Nacional (NRA, por sus siglas en inglés), un grupo rebelde anti-Obote fundado por Museveni en 1981. Cuando los rebeldes de Museveni se hicieron con el poder en 1986, un cuarto de ellos eran refugiados ruandeses tutsi, y Museveni les otorgó los rangos más altos del nuevo ejército ugandés.

Los ascensos que Museveni dio a los refugiados ruandeses en el ejército generaron no solo resentimiento en Uganda, sino terror en Ruanda, donde la mayoría de los hutu habían temido durante mucho tiempo una posible arremetida por parte de los refugiados tutsi. En 1972, unos 75.000 hutu con estudios (prácticamente cualquiera que supiese leer) habían sido masacrados en un Burundi gobernado por los tutsi, un pequeño país vecino de Ruanda con una composición étnica muy similar. En los 60, los refugiados tutsi de Uganda habían lanzado ataques casionales a través de la frontera, pero el ejército ruandés pudo con ellos fácilmente. Cada ataque desataba represalias contra aquellos tutsi que permanecían en Ruanda (muchos de los cuales fueron rodeados, torturados y asesinados) bajo la mera sospecha de ser defensores de los combatientes refugiados. A finales de los 80, una nueva generación de refugiados, con entrenamiento y armas proporcionadas por la Uganda de Museveni, representaba una amenaza mucho mayor. Según el historiador André Guichaoua, la ira y el miedo prevalecían en todos los altercados de bar, riñas de oficina o sermones de misa.

Cuando Museveni llegó al poder, Occidente se dio cuenta de los apuros de los refugiados tutsi y empezó a presionar al gobierno ruandés para que les permitiese volver. Al principio, el presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, se negó y protestó que Ruanda estaba entre los países más densamente poblados del mundo y que sus habitantes dependían de la agricultura y necesitaban las tierras para sobrevivir. La población había crecido desde que los refugiados se marcharon, y Ruanda ahora estaba llena, afirmaba Habyarimana.

Aunque no lo dijo públicamente, la superpoblación con casi toda seguridad no era la mayor preocupación de Habyarimana. Sabía que los líderes de los refugiados no estaban interesados en un puñado de parcelas de terreno y unas azadas. El FPR manifestaba que su objetivo eran los derechos de los refugiados, pero su verdadero objetivo era un secreto a voces por toda la región de los Grandes Lagos de África: derrocar el gobierno de Habyarimana y hacerse con el poder en Ruanda por la fuerza. Museveni también había informado al presidente ruandés de que los exiliados tutsi podrían invadir, y Habyarimana había dicho a los oficiales del departamento de estado estadounidense que temía una posible invasión desde Uganda.

Una tarde a principios de 1988, cuando las noticias volaban despacio, Kiwanuka Lawrence Nsereko, un periodista de Citizen, un periódico independiente ugandés, paró para ver a un viejo amigo en el ministerio de transporte en el centro de Kampala. Dos altos mandos del ejército, a los que Lawrence conocía, resultaron estar en la sala de espera cuando él llegó. Como muchos de los mandos de Museveni, eran refugiados ruandeses tutsi. Tras unos preliminares educados, Lawrence les preguntó qué hacían allí.

Fotografías de las víctimas del genocidio, donadas por los supervivientes, en el monumento Gisozi en Kigali, Ruanda. Fotografía: Radu Sigheti/Reuters

«Queremos que algunas de nuestros ciudadanos estén en Ruanda», respondió uno de ellos. Lawrence se encogió de hombros. Había crecido entre hutu que habían huido de la opresión tutsi en Ruanda antes de la independencia en 1962, así como entre tutsi que habían huido de las matanzas lideradas por los hutu que vinieron a continuación. El catequista de Lawrence cuando este era niño era tutsi; los hutu que trabajaban en los jardines de su familia no iban a sus clases. A cambio, intercambiaban fantásticas historias sobre cómo los tutsi habían usado a los esclavos hutu como escupideras: les escupían en la boca en lugar de hacerlo en el suelo.

Los altos mandos fueron a hablar con el oficial de transporte primero, y cuando le tocó el turno a Lawrence, preguntó a su amigo qué había ocurrido. El oficial estaba eufórico. Los ruandeses habían venido a expresar su apoyo a un nuevo programa de fronteras abiertas, dijo. En poco tiempo, los ruandeses que viviesen en Uganda podrían traspasar la frontera y visitar a sus parientes sin ningún visado. Según explicaba, esto les ayudaría a resolver la problemática situación de los refugiados.

Lawrence era menos optimista. Sospechaba que los ruandeses utilizarían ese programa de fronteras abiertas para vigilar una supuesta invasión, o incluso para realizar ataques dentro de Ruanda. Unos días más tarde, se encontró por casualidad con un coronel ruandés tutsi del ejército de Uganda, llamado Stephen Ndugute.

«Vamos a volver a Ruanda», dijo el coronel. (Cuando el FPR se hizo finalmente con el poder en 1994, Ndugute sería el segundo al mando).

Muchos ugandeses estaban ansiosos por ver cómo los oficiales ruandeses de Museveni se marchaban. No estaban solo ocupando puestos superiores en el ejército que muchos ugandeses pensaban que deberían estar en manos de ugandeses, sino que además eran conocidos por su brutalidad. Paul Kagame, que pasó a liderar la toma de poder del FPR de Ruanda y ha gobernado el país desde el genocidio, actuaba como jefe de la inteligencia militar, en cuya sede el propio Lawrence había sido torturado. En el norte y este de Uganda, donde una cruda campaña de contrainsurgencia estaba en marcha, los oficiales ruandeses tutsi habían cometido algunos de los peores abusos del ejército. En 1989, por ejemplo, los soldados bajo el mando de Chris Bunyenyezi, también líder del FPR, condujo a docenas de supuestos rebeldes del pueblo de Mukura a un vagón de tren sin ventilación, donde les cerró las puertas y les dejó morir asfixiados.

Lawrence no tenía la menor duda de que si la guerra estallase en Ruanda, sería «muy, muy sangrienta», según me dijo. Decidió alertar al presidente ruandés. Habyarimana acordó reunirse con él durante una visita de estado a Tanzania. En un hotel en Dar es Salaam, el periodista veinteañero advirtió al líder ruandés de los peligros de un programa de fronteras abiertas. Lawrence cuenta que la respuesta de Habyarimana fue: «No te preocupes, Museveni es amigo mío y nunca permitiría una invasión por parte del FPR».

Habyarimana estaba fingiendo. En verdad, el programa de fronteras abiertas formaba parte de su propia contra-estrategia despiadada. Todas las personas de Ruanda visitadas por un refugiado tutsi serían seguidas por agentes del estado y declaradas automáticamente simpatizantes del FPR; muchos fueron detenidos, torturados y asesinados por operativos del gobierno ruandés. Los tutsi de Ruanda se convirtieron por tanto en peones en una lucha de poder entre los exiliados del FPR y el gobierno de Habyarimana. Cinco años más tarde, todos acabarían destrozados por uno de los peores genocidios jamás registrados.

En la mañana del 1 de octubre de 1990, miles de combatientes del FPR se reunieron en un estadio de fútbol al oeste de Uganda a unos 30 kilómetros de la frontera ruandesa. Algunos eran ruandeses de etnia tutsi que desertaban del ejército ugandés; otros eran voluntarios de los campos de refugiados. Dos hospitales cercanos se prepararon para acoger a las víctimas. Cuando los habitantes locales preguntaron qué pasaba, Fred Rwigyema, que era tanto comandante del ejército ugandés como líder del FPR, dijo que se estaban preparando para la celebración del próximo Día de la Independencia, pero algunos rebeldes demasiado emocionados dejaron ver el verdadero objetivo de la misión. Habían cruzado la frontera hasta Ruanda esa misma tarde. El ejército ruandés, con ayuda de los comandos franceses y zaireños, pararon su avance y los rebeldes se retiraron de vuelta a Uganda. Poco tiempo después, invadieron de nuevo y por fin establecieron sus bases en las montañas de Virunga, al norte de Ruanda.

Los presidentes Museveni y Habyarimana asistían a una conferencia de Unicef en Nueva York en ese momento. Se quedaban en el mismo hotel y Museveni llamó a la habitación de Habyarimana a las 5 de la mañana para decirle que se acababa de enterar de que 14 de sus oficiales ruandeses de etnia tutsi habían desertado y habían cruzado la frontera a Ruanda. El presidente ruandés dijo supuestamente: «Quiero dejarte muy claro que no sabíamos nada sobre su deserción (refiriéndose a los, no 14, sino miles de ruandeses que habían invadido el país de Habyarimana) ni la apoyamos».

Unos rebeldes tutsi cerca de Kigali durante la guerra civil en Ruanda. Fotografía: Patrick Robert/Corbis/Sygma a través de Getty Images

Unos días más tarde en Washington, Museveni le dijo al jefe del departamento de estado de África, Herman Cohen, que llevaría ante el consejo de guerra a los desertores ruandeses que intentasen cruzar las fronteras de vuelta a Uganda. No obstante, unos días más tarde, pidió discretamente a Francia y Bélgica que no ayudase al gobierno de Ruanda a repeler la invasión. Cohen escribió que creía que Museveni estaba fingiendo su asombro cuando se enteró de todo lo que estaba ocurriendo.

Cuando Museveni volvió a Uganda, Robert Gribbin, en aquel entonces jefe adjunto de misión en la embajada estadounidense en Kampala, tenía «duros reproches» hacia él. Según dijo el estadounidense, estos consistían en acabar con la invasión de inmediato y garantizar que no seguirían apoyando al FPR de Ruanda.

Museveni ya había emitido un informe en el que prometía que sellaría todas las fronteras entre Uganda y Ruanda, que no proporcionaría ayuda al FPR y que detendría a todos aquellos rebeldes que intentasen volver a Uganda. Pero al final no cumplió con ninguna de sus promesas y los estadounidenses tampoco objetaron.

Cuando el FPR inició su invasión, Kagame, un alto mando tanto en el ejército ugandés como en el FPR, estaba en Kansas, en la Escuela de Comando Militar y Personal General de Estados Unidos en Fort Leavenworth, estudiando tácticas de campo y operaciones psicológicas, técnicas de propaganda para ganar corazones y mentes. Después de que cuatro comandantes del FPR fueran asesinados, dijo a sus instructores estadounidenses que dejaría los cursos para unirse a la invasión ruandesa. Aparentemente, los instructores apoyaban su decisión y Kagame voló hasta el aeropuerto de Entebbe, viajó hasta la frontera con Ruanda por carretera y cruzó para hacerse con el mando de los rebeldes.

Durante los siguientes tres años y medio, el ejército ugandés siguió proporcionándole provisiones y armas a los combatientes de Kagame y permitió a sus soldados libre pasaje para que cruzasen las fronteras. En 1991, Habyarimana acusó a Museveni de dejar al FPR atacar Ruanda desde unas bases protegidas en territorio ugandés. Cuando un periodista ugandés publicó un artículo en el periódico New Vision, controlado por el gobierno, revelando la existencia de estas bases, Museveni amenazó con acusar tanto al periodista como a su director de sedición. Toda la zona de la frontera estaba acordonada. Incluso se le negó el acceso a un equipo de inspección militar francés e italiano.

En octubre de 1993, el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó una misión de mantenimiento de la paz para asegurarse de que las armas no cruzaban la frontera. El comandante de esta misión, el teniente general canadiense Roméo Dallaire, estuvo durante todo ese tiempo en Ruanda, pero también visitó la ciudad fronteriza ugandesa de Kabale, en la que un oficial le dijo que sus inspectores tendrían que avisar al ejército ugandés con 12 horas de antelación para que pudiesen organizar escoltas para acompañarles en sus patrullas fronterizas. Dallaire protestó: el elemento sorpresa es crucial para cualquier misión de vigilancia. No obstante, los ugandeses insistieron y, al final, Dallaire, mucho más preocupado por los eventos que se sucedían en Ruanda, cedió.

De todas maneras, la frontera era un colador, tal y como Dallaire escribió después. Había cinco lugares oficiales de paso y muchos más en los caminos de montaña que no figuraban en los mapas. Era imposible vigilarlo todo. Además, Dallaire también había oído hablar de un arsenal en la ciudad ugandesa de Mbarara, que estaba a unos 130 kilómetros de la frontera ruandesa, que servía como fuente de suministros para el FPR. Por desgracia, los ugandeses tampoco permitieron que las tropas de Dallaire lo inspeccionasen. De hecho, en 2004, Dallaire declaró en una audiencia ante el Congreso de los EE.UU. que Museveni se había reído en su cara cuando se encontraron en una reunión para conmemorar el décimo aniversario del genocidio. «Recuerdo la misión de la ONU en la frontera», según le dijo Museveni. «Conseguimos librarnos de ellos y, por supuesto, los apoyamos [al FPR]».

Las autoridades estadounidenses sabían que Museveni no iba a cumplir su promesa de llevar a los líderes del FPR ante un tribunal militar. De hecho, los EE.UU. llevaban vigilando los envíos de armas ugandesas al FPR desde 1992, pero en vez de castigar a Museveni, los donantes occidentales, incluyendo EE.UU., le proporcionaron el doble de ayudas a su gobierno y permitieron que dedicase hasta un 48% de su presupuesto en defensa, comparado con solo un 13% en educación o un 5% en sanidad, aunque el sida arrasase el país. En 1991, Uganda compró diez veces más armas estadounidenses que en los 40 años anteriores juntos.

La invasión de Ruanda en 1990, así como el apoyo tácito de los EE.UU., es todavía más preocupante porque, en los meses anteriores, Habyarimana había accedido a varias de las demandas de la comunidad internacional, incluyendo el retorno de refugiados y el sistema democrático multipartidista. Por tanto, no estaba del todo claro por qué luchaba el FPR. Es posible que las negociaciones sobre la repatriación de refugiados hubiesen continuado y que se resolviesen de manera poco satisfactoria para el FPR (o que no se resolviesen en absoluto). Sin embargo, por algún motivo, las negociaciones se cambiaron abruptamente por la guerra.

Y había, por lo menos, un estadounidense preocupado por esta situación. El embajador de la ONU en Ruanda, Robert Flaten, vio con sus propios ojos cómo la invasión del FPR causaba el terror en Ruanda. Tras la invasión, cientos de miles de campesinos (en su mayoría hutu) huyeron de las zonas controladas por el FPR, denunciando haber visto secuestros y asesinatos. Entonces, Flaten pidió a la administración de George H. W. Bush que impusiese sanciones a Uganda, como ya había hecho con Irak tras la invasión a Kuwait a principios de aquel año. En este caso, a diferencia de lo ocurrido con Saddam Hussein, que fue expulsado de Kuwait, Museveni solo recibió «duros reproches» por parte de Gribbin acerca de la invasión del FPR a Ruanda.

En palabras de Gribbin, «En pocas palabras, comentamos que el gato había salido del saco y que ni los EE.UU. ni Uganda se iban a encargar de meterlo de nuevo en él». Tal y como él mismo afirma, sancionar a Museveni podría haber dañado los intereses estadounidenses en Uganda: «Nosotros buscábamos que se formase una nación estable tras años de violencia e incertidumbre. Animamos las crecientes iniciativas democráticas y apoyamos una gran cantidad de reformas económicas».

Un monumento en recuerdo de los más de 11 000 hombres, mujeres y niños tutsi que fueron asesinados en Kibuve. Fotografía: Andy Hall para Observer

Sin embargo, los EE.UU. no apoyaron en ningún momento las nacientes iniciativas democráticas de Uganda. Al presionar a otros países (incluyendo a Ruanda) para que abriesen el espacio político, los donantes que apoyaban a Uganda permitieron que Museveni prohibiese la actividad de los partidos políticos, que arrestase a periodistas y editores y que llevase a cabo operaciones de contrainsurgencia brutales en las que se torturaban y asesinaban civiles. Así, lejos de buscar la estabilidad, los EE.UU., al permitir que Uganda proporcionase armas al FPR, preparaba el escenario para lo que acabaría siendo el peor brote de violencia de la historia del continente africano. Años después, Cohen lamentó no haber presionado a Uganda para que dejase de apoyar al FPR, pero entonces ya era demasiado tarde.

Para Habyarimana y su círculo de élites hutu, la invasión del FPR pareció tener un lado positivo, por lo menos al principio. En aquel momento, las relaciones de los hutu y los tutsi dentro de Ruanda habían mejorado y Habyariamana había buscado la reconciliación con los tutsi que todavía vivían en Ruanda cediéndoles puestos en el servicio civil y en la universidad en proporción a su representación dentro de la población. Este programa tuvo algo de éxito y las grandes tensiones que se vivían en el país dejaron de ser étnicas, para convertirse en tensiones de clase. Una pequeña camarilla de ciudadanos hutu educados, vinculados a la familia de Habyarimana y que se hacían llamar évolués (los evolucionados), vivía del trabajo de millones de campesinos pobres hutu, a los que explotaban con la misma crudeza que habían empleado los señores tutsi del pasado.

Estos évolués obligaban a los campesinos a trabajos forzados y se cebaban con los proyectos «antipobreza» del Banco Mundial, que proporcionaban trabajos y otras ventajas a los individuos de su propio grupo, pero que no aliviaban la pobreza en absoluto. Así, los donantes de ayuda internacional habían presionado a Habyarimana para que permitiese que los partidos políticos de la oposición operasen y ya habían surgido varios. Cada vez más, ciudadanos hutu y tutsi se unían para criticar la actitud autocrática y el nepotismo de Habyarimana, además de las gigantescas desigualdades económicas presentes en el país.

Por eso, cuando los fuegos étnicos de Ruanda rugieron de nuevo con toda su fuerza, en los días que siguieron a la invasión del FPR, Habyarimana y su círculo detectaron una oportunidad política: ahora podían distraer a las masas hutu de sus propios abusos y dirigir sus miedos hacia los «demonios tutsi», que al cabo se convertirían en los chivos expiatorios perfectos para no atraer la atención hacia las profundas injusticias socioeconómicas.

Al poco de producirse la invasión, todos los tutsi, ya apoyasen al FPR o no, se convirtieron en objetivos de una campaña de propaganda despiadada que dio sus terribles frutos en abril de 1994. Los periódicos, revistas y programas de radio chovinistas empezaron a recordar a los hutu que ellos habían sido los primeros ocupantes de la región de los Grandes Lagos y que los tutsi eran nilóticos (supuestamente, unos pastores belicosos de Etiopía que habían conquistado y esclavizado a los hutu desde el siglo XVII). De esta manera, la invasión del FPR no era nada más que una trama de Museveni, Kagame y sus amigos conspiradores tutsi para reestablecer el malvado imperio nilótico. A su vez, empezaron a aparecer dibujos de ciudadanos tutsi matando a sus homólogos hutu en las revistas y avisos de que los tutsi eran espías del FPR que pretendían devolver al país a los días en los que la reina tutsi se alzó en su trono gracias al asesinato de niños hutu. En diciembre de 1993, apareció una imagen de un machete en la portada de una publicación hutu con el titular: «¿Qué hacer con los tutsi?»

Habyarimana ya sabía que el FPR, gracias al apoyo ugandés, tenía mejor armamento, mejor entrenamiento y mejor disciplina que su propio ejército. Además, por la enorme presión internacional, en agosto de 1993 tuvo que cederles puestos al FPR en el gobierno de transición y casi la mitad de puestos en el ejército. Incluso los tutsi que residían en Ruanda estaban en contra de dar tanto poder al FPR, porque sabían que provocarían todavía más a los ya de por sí furiosos y temerosos hutu, y tenían toda la razón. A medida que el gobierno de Habyarimana, cada vez más débil, accedía a regañadientes a las demandas del FPR, los alcaldes hutu más extremistas y otras autoridades locales empezaron a acumular armas y las milicias antitutsi, que estaban relacionadas con el gobierno, empezaron a distribuir machetes y queroseno a todos aquellos que pensasen de manera genocida. En enero de 1994, cuatro años antes del genocidio, la CIA predijo que si no se desactivaban las tensiones, cientos de miles de personas morirían por la violencia étnica. Solo hacía falta una chispa para prender la mecha de la pólvora.

Y esa mecha llegó a las ocho de la tarde del 6 de abril de 1994, cuando unos misiles lanzados desde posiciones cercanas al aeropuerto de Kigali derribaron el avión de Habyarimana cuando se preparaba para aterrizar. Al día siguiente por la mañana, convencidos de que el apocalipsis nilótico había empezado, las frenéticas milicias hutu lanzaron un brutal ataque contra sus vecinos tutsi.

Pocos temas pueden dividir tanto como la historia moderna de Ruanda. De hecho, algunos interrogantes, como «¿Ha cometido el FPR crímenes contra los derechos humanos?»  o «¿Quién derribó el avión de Habyarimana?» han provocado fortísimas discusiones en conferencias académicas. El actual gobierno ruandés prohíbe y expulsa a los investigadores críticos con el país y los tacha de «enemigos de Ruanda» y de «negacionistas del genocidio». A su vez, Kagame ha declarado públicamente que no cree que «nadie en los medios de comunicación, en la ONU o en las organizaciones defensoras de los derechos humanos tenga el derecho moral para acusarle a él o a Ruanda».

Sea como fuere, varias pruebas sugieren que el FPR fue responsable del derribo del avión de Habyarimana. Los misiles utilizados eran los SA-16 rusos, que el ejército ruandés no poseía en aquel entonces, pero que el FPR tenía, por lo menos, desde mayo de 1991. Además, se encontraron dos lanzamisiles SA-16 en un valle cerca de Masaka Hill, una zona accesible para el FPR y que tenía a tiro el aeropuerto. Por otra parte, según el fiscal militar ruso, la URSS vendió esos mismos lanzamisiles a Uganda en 1987.

Desde 1997, se han llevado a cabo cinco investigaciones distintas sobre el atentado, incluyendo una realizada por un equipo de la ONU y otras dos realizadas por jueces franceses y españoles, respectiva e independientemente. Estas tres últimas investigaciones concluyeron que el FPR era probablemente el responsable del derribo, mientras que otras dos investigaciones del gobierno ruandés concluyeron lo contrario: que habían sido las élites hutu y los miembros del propio ejército de Habyarimana los responsables del atentado.

Eso sí, un informe de 2012 sobre el derribo, llevado a cabo por dos jueces franceses, al parecer exoneraba al FPR de toda culpa. No obstante, aunque se publicitó que el informe era definitivo, en realidad no lo era. Los autores utilizaron pruebas balísticas y acústicas para probar que los misiles se lanzaron seguramente desde los barracones militares del ejército ruandés en Kanombe. Sin embargo, estos mismos autores admitieron que sus hallazgos técnicos no podían excluir la posibilidad de que los misiles se hubiesen lanzado desde Masaka Hill, donde se encontraron los lanzamisiles. De la misma forma, el informe tampoco puede explicar cómo pudo derribar el avión el ejército ruandés, cuando no poseía este tipo de misiles.

Tras el derribo, los genocidas empezaron a atacar a los tutsi y el FPR empezó a avanzar, pero los movimientos de tropas de los rebeldes sugerían que su principal objetivo era conquistar el país y no salvar a los civiles tutsi. En vez de dirigirse hacia el sur, donde se producían la mayor parte de asesinatos, el FPR se centró en Kigali. Para cuando llegaron a la capital semanas después, la mayor parte de los tutsi ya había muerto.

Cuando Dallaire, el comandante de la ONU, se encontró con Kagame durante el genocidio, le preguntó a qué se debía el retraso. «Sabía perfectamente que cada día de lucha en la periferia de la ciudad suponía la muerte segura de los tutsi que permanecían tras las líneas de las fuerzas del gobierno ruandés», escribió Dallaire en su libro Shake Hands With the Devil. «[Kagame] ignoró las implicaciones de mi pregunta».

En los años siguientes, Bill Clinton se disculpó en numerosas ocasiones por la pasividad de los EE.UU. durante el genocidio. «Si hubiésemos ido antes, creo que podríamos haber salvado, al menos, un tercio de las vidas que se perdieron», le dijo a la periodista Tania Bryer en 2013. En lugar de eso, los europeos y los estadounidenses sacaron a sus ciudadanos de Ruanda y las fuerzas de mantenimiento de la paz de la ONU se retiraron discretamente. Sin embargo, Dallaire indica que Kagame habría rechazado la ayuda de Clinton en cualquier caso. «La comunidad internacional quiere mandar una fuerza de intervención con fines humanitarios», le dijo Kagame a Dallaire. «¿Pero para qué? Si envían una fuerza de intervención a Ruanda, nosotros lucharemos contra ella», refiriéndose al FPR.

A medida que el FPR avanzaba, los refugiados hutu huyeron a los países vecinos. A finales de abril, las emisoras de televisión de todo el mundo retransmitían imágenes de miles de personas que cruzaban el puente Rusumo desde Ruanda hacia Tanzania, mientras que los cadáveres abotargados de otros ruandeses flotaban río abajo por debajo de ellos. La mayor parte de los telespectadores asumieron que los cadáveres eran tutsi, asesinados por genocidas hutu, pero el río Kagera salía de las zonas controladas por el FPR. De hecho, Mark Prutsalias, un oficial de la ONU que entonces trabajaba en los campamentos de refugiados de Tanzania, mantiene que algunos de los cadáveres eran hutu, seguramente víctimas de las represalias del FPR. Un refugiado tras otro contaba que los soldados del FPR habían ido casa por casa en las zonas hutu, sacando a la gente, atándolos y lanzándolos al río. Posteriormente, la ONU calculó que el FPR había matado a 10.000 civiles cada mes durante el genocidio.

Lawrence Nsereko estaba entre los periodistas que se encontraban en el puente Rusumo aquel día y, a medida que los cadáveres pasaban, se dio cuenta de algo extraño. Los cadáveres tenían los brazos atados con cuerda a la espalda. Ese método de contención, en Uganda, se conoce como «nudo de tres piezas»: es un nudo que provoca mucha presión en el esternón, que causa un dolor abrasador y puede acabar en gangrena. Recientemente, Amnistía International ha destacado que es un método de tortura característico del ejército de Museveni, y Lawrence se imaginó que el FPR habría aprendido esta técnica de sus patrones ugandeses.

En junio de 1994, cuando la carnicería en Ruanda estaba en curso, Museveni viajó a Minneapolis, en donde recibió la medalla Hubert H. Humphrey al servicio público y el doctorado honorario de la Universidad de Minnesota. El decano, una exautoridad del Banco Mundial, felicitó a Museveni por acabar con los abusos contra los derechos humanos en Uganda y preparar a su país para una democracia multipartidista. Así, los periodistas y los académicos occidentales colmaron a Museveni con loas y atenciones. «Uganda es uno de los destellos de esperanza para el futuro del África negra», escribió uno. De hecho, el New York Times llegó a comparar al líder ugandés con Nelson Mandela y la revista Time lo trató de «pastor y filósofo» y «compás intelectual del África central».

Durante aquel viaje, Museveni también viajó a Washington y conoció a Clinton y a su asesor en seguridad nacional, Anthony Lake. No he sido capaz de encontrar ninguna información acerca de lo que pudieron tratar en esa reunión, pero puedo imaginarme a los estadounidenses lamentando la tragedia de Ruanda y al ugandés explicando que este desastre solo confirmaba su teoría que los africanos tenían demasiado apego hacia las lealtades de los clanes en la democracia multipartidista. Los campesinos ignorantes del continente tenían que estar bajo el control de autócratas como él.

Imagen principal: calaveras humanas colocadas en el monumento en recuerdo del genocidio en Murambi, cerca de Butare, Ruanda. Fotografiado por Jose Cendon para AFP.

Este documento es un extracto adaptado de Another Fine Mess: America, Uganda and the War on Terror, publicado por Columbia Global Reports.

de Helen C. Epstein

Fuente: The Guardian: America’s secret role in the Rwandan genocide, publicado el 12 de septiembre de 2o17.

Traducido para Umoya por: Raquel de Pazos Castro y Miguel Borrajo González.

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