¿En qué medida es inclusivo el proyecto de reconciliación de Ruanda?

La unidad de Ruanda forma parte de un consenso pactado. El gobierno ha establecido un monopolio sobre la historia del país, hasta tal punto que no se pueden articular historias alternativas. El debate sobre el pasado se controla activamente. El enfoque autoritario del régimen ha impedido que emerjan identidades potencialmente más complejas desde abajo que puedan sentar las bases de formas de ciudadanía más inclusivas.

En 1994, un nuevo gobierno llegó al poder en Ruanda después de que el país hubiera vivido un genocidio en el que perecieron más o menos tres cuartas partes de la minoría étnica Tutsi. El Frente Patriótico Ruandés (FPR) puso en marcha inmediatamente políticas de desetnización y de reconciliación nacional. El FPR está compuesto casi en su totalidad por ciudadanos Tutsi y se enfrentaba a la tarea de gobernar un país con una vasta mayoría de población de la etnia Hutu, que se estima que representa entre el 85% y el 90% de la población.

Sin embargo, mientras intentan evitar nuevas formas de violencia, el régimen del FPR ha utilizado una ideología basada en la unidad nacional y en la reconciliación para controlar y preservar el poder. Dicha ideología se sustenta sobre los dos pilares siguientes: la retrospectiva hacia la historia y la prospectiva hacia el futuro y la política de unidad nacional.

Según el FPR, la Ruanda precolonial era una sociedad armoniosa en la que Hutus, Tutsis y Twas no eran etiquetas étnicas, sino categorías referentes a la riqueza y el estatus social. Estos grupos compartían la misma historia, la misma cultura, la misma religión y el mismo espacio. Los matrimonios entre ellos eran frecuentes y la movilidad social era real. Los Hutus podían convertirse en Tutsis y viceversa según la riqueza que acumulasen o perdiesen y que se medía, especialmente, por el número de cabezas de ganado que poseyeran. Si bien había conflictos, nunca eran de naturaleza étnica. Los reyes pertenecían a linajes Tutsi, pero perdían esta etiqueta cuando llegaban al poder ya que se convertían en los benevolentes guardianes del bienestar de todos los ruandeses.

Según esta versión de la historia, la unidad de Ruanda fue destruida por la administración belga y por la Iglesia Católica. Se perdió la independencia política y económica, la educación extranjera y la religión socavaron la cultura ruandesa, las políticas de gobierno y de división enfrentaron a los Hutus y a los Tutsis, y surgió la política de segregación étnica. Tras la independencia, los regímenes de la primera y segunda repúblicas continuaron con este legado de segregación arrastrado desde la dominación colonial y los problemas aumentaron.

Después de un siglo perdido, la historia de Ruanda se reanudó en 1994 cuando el FPR llegó al poder tras derrotar al régimen genocida. Liberó al país de la dictadura y construyó una nación basada en la ley, la democracia, la paz, la seguridad, la justicia y el desarrollo. Esta narrativa se publicita en los medios de comunicación nacionales e internacionales, en conferencias en el país y en el extranjero y en los discursos de las autoridades nacionales y locales. Todos los ruandeses la conocen y pueden recitarla a la perfección.

Sin embargo, según Jan Vansina, el principal historiador de Ruanda, la narrativa histórica del FPR incluye «un completo conjunto de proposiciones y afirmaciones falsas». Él afirma que «la unidad cultural y lingüística de la actualidad no existía en el siglo XVII y Ruanda no es una nación «natural». En realidad, se convirtió en país en el siglo XX.

Anteriormente, no existía ni la abundancia ni el orden y es falso afirmar «que todo el mundo estaba feliz con su estatus social y que vivían guiados por sabios reyes». La narrativa del FPR basada en estas «erróneas proposiciones» busca «proyectar una sensación de nostalgia de la utopía del pasado, un pasado que contrasta con el doloroso presente».

El FPR ha establecido un monopolio sobre la historia del país, de tal manera que no cabe la posibilidad de articular una historia alternativa, al menos en el ámbito público. Andrea Purdeková sostiene que, bajo el gobierno del FPR, la historia «está abierta a la repetición pero está cerrada al debate». El debate sobre el pasado está activamente controlado por el régimen. De hecho, un proyecto sobre la historia de Ruanda iniciado en la Universidad de California en Berkeley se encontró con la hostilidad del FPR cuando se intentó desarrollar un currículum histórico en el que se incluían narrativas alternativas.

El intento del gobierno de controlar la historia entra en conflicto con uno de sus objetivos de la reforma educativa: adoptar métodos de enseñanza modernos y democráticos que incluyan el pensamiento crítico y el debate. Además, la mayoría de los ruandeses no comparten el punto de vista del gobierno sobre la historia. «Las distintas versiones parciales de la historia que compiten entre sí (la metanarrativa del FPR y la contranarrativa), de hecho, perpetúan el conflicto a través de los medios discursivos», explica Lindsay McLean Hilker. Relegar esta contranarrativa al dominio privado podrá hacerla invisible, pero no desaparecerá.

Al parecer, el FPR cree que el genocidio de Ruanda le otorgó el derecho de rehacer el país, incluyendo su historia. De hecho, el régimen considera la producción de conocimiento como parte de su soberanía (internacional). Protege su versión contra las amenazas a través de leyes sobre el divisionismo y la ideología del genocidio, con procesamiento judicial y represión política como herramientas.

Un documento publicado por la Oficina del Presidente en 1999 señala que «antes de la llegada de los europeos, existía un entendimiento mutuo entre los ruandeses, el país destacaba por su unidad», la cual «será el cimiento sobre la que se construirá una nueva Ruanda». Sin embargo, continúa: todavía no se ha alcanzado el objetivo de restaurar la unidad que existía antes de los días coloniales. Debido a ello, se ha creado un órgano nacional, la Comisión de Unidad y Reconciliación Nacional, para «educar, sensibilizar y movilizar a la población en las áreas de unidad nacional y reconciliación» así como para «denunciar y combatir acciones, publicaciones y afirmaciones que promuevan cualquier tipo de división, discriminación, intolerancia y xenofobia», entre otras cuestiones.

La estrategia del FPR tiene dos vertientes: por un lado, educar a la población y difundir información; por otro, supervisar, «combatir» y reprimir actos y discursos que se opongan a la unidad. La primera actúa, por ejemplo, en los tribunales neo-tradicionales gacaca del gobierno y en los campamentos de reeducación ingando. La segunda se pone de manifiesto en la legislación sobre el «divisionismo» o el «sectarismo» y sobre la «ideología del genocidio» y los procesamientos bajo dichas leyes. El punto de vista del gobierno sobre la reconciliación se basa en la idea de que los ruandeses poseen un sentido innato de la armonía social, socavado por los anteriores regímenes coloniales y poscoloniales y que es susceptible de ser recuperado, tal y como señala Phil Clark en un estudio de 2014 sobre la reconciliación en Ruanda.

Lo que es más importante aún es que la reconciliación es un proceso «nacional» que ocurre entre grupos de la sociedad, nunca descritos como «Tutsis y Hutus», sino como «víctimas y sospechosos» o «sobrevivientes y perpetradores». Con las políticas adecuadas, la armonía puede restablecerse rápidamente. La educación es una forma de lograrlo. Las escuelas se encargan de la «desintoxicación» de la juventud y de la restauración de los «valores de Ruanda erosionados recientemente». La educación en las escuelas y en otros lugares se considera como un «marco estructural con el que neutralizar la ideología del genocidio», explica Elizabeth King en un estudio sobre educación y conflicto en Ruanda.

En el preámbulo de la constitución de 2003 se expone que el pueblo de Ruanda está «resuelto a combatir la ideología del genocidio y todas sus manifestaciones, así como a erradicar la división étnica, regional y de cualquier otro tipo». El proyecto de desetnización del FPR está jerarquizado y se basa en la creencia de que, tal y como se construyen las divisiones étnicas, también se pueden deconstruir. Sin embargo, el enfoque autoritario del régimen ha impedido que surjan desde abajo identidades potencialmente más complejas que puedan sentar las bases para formas de ciudadanía más inclusivas, como señaló Helen Hintjens.

Al igual que la historia, la unidad en Ruanda es parte de un «consenso ensayado», como explica Bert Ingelaere. De hecho, la política del gobierno crea una apariencia (más que una realidad) de la unidad nacional y la reconciliación. Los ruandeses de a pie «hacen frente a este hecho buscando restaurar su dignidad personal mientras intentan sutilmente vivir su propia verdad», y la población rural pobre «se ve obligada a realizar los rituales prescritos de unidad nacional y reconciliación, independientemente de su realidad privada», explica Susan Thomson, una teórica canadiense. Las opiniones y las expectativas de los ruandeses de a pie contrastan con el discurso oficial del gobierno sobre la reconciliación, la «verdad curativa del FPR», como muestra Eugenia Zorbas.

A pesar de los intentos del régimen de suprimir las referencias públicas, «la etnicidad era omnipresente» en Ruanda, señaló McLean Hilker en 2011. Vio «una necesidad constante (y casi existencial) de conocer la identidad étnica de los otros», añadiendo que aunque «la etnicidad haya sido oficialmente prohibida de la vida pública, se ha convertido en una variable invisible en la mayoría de los estudios (empíricos) del postgenocidio de Ruanda». Ingelaere sugiere que la identidad de los grupos étnicos en Rwanda es presumiblemente más significativa que antes del genocidio y que las distinciones entre Hutus y Tutsis son más rígidas que nunca.

Los Hutus entrevistados por Anuradha Chakravarty expresaron sentimientos de simpatía, arrepentimiento y vergüenza por el genocidio contra los Tutsis comunes, pero desconfiaban de la élite Tutsi. En general, se sentían víctimas de un nuevo período de injusticia bajo el gobierno elitista de los Tutsis. Claramente, los intentos de «desetnizar» la sociedad ruandesa no están funcionando y como resultado se ha enfatizado la etnicidad en lugar de atenuarse.

Esto se ha visto reforzado por las frustraciones acerca de la «tutsización» de la función pública que se ha ocultado bajo el disfraz de la amnesia étnica. A mediados de la década del 2000, alrededor de dos tercios de los puestos del aparato estatal, tanto a nivel central como local, estaban ocupados por Tutsis y la mayoría de ellos eran miembros del FPR. Según Jean-Hervé Bradol y Anne Guibert, el énfasis en «la ausencia de identidades étnicas se ha convertido en un medio para enmascarar el monopolio de los Tutsis (…) del poder político».

Probablemente la peor consecuencia a largo plazo del proceso de justicia de transición neo-tradicional gacaca y el discurso del régimen que lo rodea ha sido la colectivización de la culpa hutu. Cerca del 60 por ciento de los varones hutus adultos en 1994 fueron declarados culpables por los tribunales gacaca. En junio de 2013, el presidente Kagame «invitó» a todos los Hutus a pedir perdón a los que mataron en su nombre.

En 2006, Thomson fue enviado a un campamento ingando para ser «reeducado» cuando el régimen consideró que su investigación iba «en contra de la unidad nacional y de la reconciliación» y que «no era el tipo de investigación que el gobierno necesitaba». Explica en un informe participativo que el campamento Ingando era «una experiencia alienante, opresora y a veces humillante» que «enseña a estos hombres, la mayoría de ellos de la etnia hutu, a permanecer en silencio y a no cuestionar la visión del FPR». Los que se graduaban en estos campamentos los veían como intentos por ejercer un control social sobre los Hutus varones adultos que, «en lugar de ser reeducados, estos graduados simplemente aprendían nuevas formas de disimulación ritualizada y cumplimiento estratégico».

La legislación sobre el «divisionismo» y la «ideología del genocidio» cumple un doble propósito: proteger los puntos de vista del FPR sobre la historia y sobre la unidad nacional y la reconciliación, al mismo tiempo que permite al régimen silenciar la disidencia política. Estas leyes vagamente formuladas combinan la difamación criminal y otros delitos menores, e incluso la legítima expresión de la opinión, con la ideología del genocidio. Aparte de la legislación, los «métodos oscuros» como el acoso, las desapariciones y los asesinatos se utilizan para fomentar la autocensura.

Ya sea a lo largo de la historia o en la era contemporánea, Ruanda no es el único país con una ideología dominante basada en una realidad parcial. Tampoco es el único con una ideología dominante rechazada por muchos miembros de la sociedad, en cuyas vidas desea influir, y desafiada pública o clandestinamente, tanto dentro como fuera de las fronteras. El problema con la ideología del FPR es que va a contracorriente: muchos ruandeses no la comparten, más bien la ven como un arma de opresión. Una gran cantidad de estudios de campo ha demostrado que hay una gran diferencia entre la versión de la historia oficial del gobierno y las que se cuentan en privado en Ruanda. Esto representa un gran reto para la validez del ambicioso proyecto de reconciliación del FPR.

Filip Reyntjens

* Filip Reyntjens, autor de varios libros sobre Ruanda y la región de los Grandes Lagos de África, es profesor de derecho y política en el Instituto de Política y Gestión del Desarrollo (IOB) de la Universidad de Amberes. Este artículo apareció por primera vez en Good Governance Africa.

Fuente: Pambazuka News, How inclusive is Rwanda’s reconciliation project?, publicado el 2 de marzo del 2017.

Traducido para UMOYA por Ion Hang Tang Pat y Diego González González. Universidad de Salamanca.

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